
Su gusto por la lluvia es tan grande, que el primer de día de llovizna salió sin su paraguas, que usaba comúnmente para alejarse del sol.
Llegando a su trabajo como recién salido de la ducha, aunque con ropa.
A su jefe no le agradó ese espectáculo mojado que
desconcentraba a todos los otros trabajadores, y le pidió -por no decir ordenó-
que se comprará un paraguas, suponiendo que este carecía de uno.
Al día siguiente, Henry mandó su ropa a lavar “El precio del
placer” se dijo entre risas, mientras sacaba su ropa de la lavandería. El sol
se mofaba de él como la cuenta recibida en la lavandería, lo que le anunciaba
un feo y caluroso día libre.
Habiendo pasado el segundo impase de lluvia en su trabajo,
esta vez con la advertencia: “Si vuelves a venir así, mejor no vuelvas”.
Decidió –recién- traer el paraguas el siguiente día.
Henry sale de su casa con él paraguas en la mano, para
suerte suya solo llueve poco, nada que le llame la atención. Apenas y estira la
mano fuera del paraguas, claro… con mucho cuidado para no mojarse las mangas
–hasta eso le revisaban-. La lluvia comienza a aumentar y Henry comienza a
acelerar el paso, solo faltan dos cuadras. “Falta poco, falta poco” repetía y repetía. Ya
falta solo una cuadra… pero… creo que despedirán a Henry.
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